Por PATRICIO LE CERF V.
Licenciado en Historia y Magíster en Ciencia Política con Mención en Relaciones Internacionales
Pontificia Universidad Católica de Chile.
Tarde del 3 de julio de 2016. Las autoridades del Parque Zoológico de Mendoza, Argentina, anuncian a los visitantes y a los medios la muerte de Arturo, el último oso polar del establecimiento (y del país), que a los 31 años falleció a consecuencia de una falla multisistémica gatillada por un severo desbalance hemodinámico. La noticia rápidamente se viralizó a través de redes sociales tanto a nivel nacional como internacional, generando una oleada de críticas al zoológico y al gobierno argentino por parte de múltiples organizaciones animalistas y ecologistas, quienes por años condenaron las precarias condiciones de vida en las que el animal se encontraba sujeto (altas temperaturas, reclusión en espacio reducido, y excesiva exposición). En 2012, Arturo, bautizado como el “oso más triste del mundo” a raíz de la muerte de su pareja “Pelusa” -hecho que le significó una pérdida significativa de peso, olfato y visión- fue protagonista de una fallida campaña internacional ciudadana cuya finalidad era su traslado al Assiniboine Park de Canadá, donde se esperaba que el ejemplar pudiera recuperarse de sus dolencias físicas y sicológicas. Sin embargo, la campaña no prosperó resultando en la irremediable muerte del oso, y con él, toda presencia de esta especie dentro del Cono Sur.
Es así como la polémica muerte de este oso levanta nuevamente el debate de no sólo si la existencia de los zoológicos es moralmente permisible en el siglo XXI, sino también sobre un aspecto ético fundamental que subyace a este dilema: ¿Son los animales miembros de la comunidad moral? Cuestionamiento cuya respuesta se puede dividir y caracterizar en la forma de dos preguntas esenciales: por un lado, ¿debe el hombre, bajo los principios de moralidad y justicia, extender derechos a los animales? Y por otro ¿tiene el ser humano, un ente racional, obligaciones éticas vinculantes con miembros de otras especies? A partir de lo anterior, se establecen dos posturas, en principio irreconciliables, que más allá de discutir la moralidad y la legalidad asociada a los animales, también implica el debate de los mismísimos alcances normativos del hombre en relación con su entorno.
La causa animalista, como fenómeno sociocultural, constituye uno de los más importantes y mediáticos movimientos de liberación del último tiempo. Inspirado fuertemente en los movimientos de reivindicación racial, sexual y de género, la causa animalista busca, por medio una agenda multidimensional, combatir lo que los círculos académicos denominan como especieísmo o especismo, vale decir, un conjunto de costumbres y actitudes humanas que atentan derechamente contra la integridad y la valía de los animales; siendo los hábitos más comunes de este sesgo de membresía la ingesta masiva y sistemática, la experimentación para fines científicos y médicos, y la utilización de éstos para fines de entretenimiento como en circos y zoológicos. En base lo anterior, se desprende que el objetivo último de este movimiento es, en palabras de Peter Singer, la reinterpretación y extensión del “Principio Básico de Equidad” humano a otras especies animales, es decir, la prolongación de un trato igualitario, digno y horizontal, respaldado por derechos, hacia los miembros que todavía no son completamente parte de la comunidad moral.
Singer, así como muchos otros animalistas, respaldan su posición en base a los planteamientos trazados por el padre del utilitarismo, Jeremy Bentham (1748-1832). El utilitarismo, variante de la teoría consecuencialista de interpretación moral, constituye una aproximación ética-normativa que se sustenta sobre la base de dos premisas: la igualdad de los intereses de los agentes sin prejuicio y distinción, y el principio de utilidad, entendido este último como el cálculo óptimo entre los niveles de placer y de dolor que emanan de las consecuencias de una determinada acción. En otras palabras, un acto será considerado moralmente correcto por la comunidad moral si los resultados de éste, considerando la totalidad de los intereses de los agentes involucrados, privilegian el placer y bienestar (humano y animal) sobre el dolor colectivo; mientras que, por oposición, un acto será considerado moralmente incorrecto si el sufrimiento de los agentes sobrepasa el placer total de los mismos, siendo en este caso, el sufrimiento animal supeditado a los intereses humanos, el componente desequilibrador de la causa animalista.
Es precisamente la capacidad de sentir dolor y placer, la clave que, de acuerdo a la perspectiva animalista, permitiría la homologación de derechos entre hombres y animales; esto porque constituye una característica que todos los seres sintientes, independiente de su raza, género, orientación sexual, o especie, comparten. Asimismo, la causa animalista ataca la capacidad humana de razonar, el principal argumento de distinción entre especies de la aproximación especista (Singer, 2014), indicando que, bajo tal lógica, los recién nacidos o personas con severo daño psicológico y/o mental no serían considerados como iguales, ni mucho menos sujetos de derecho, a raíz de su aparente “irracionalidad”; postura que, al ser planteada de esa manera, pone en entredicho la posición humanista de este grupo.
Si bien el utilitarismo provee una justificación sólida a la causa animalista, tampoco es la única. Existen animalistas como Tom Regan que, a través de la teoría deontológica de interpretación moral (aproximación ética basada en los imperativos categóricos de Kant), sostiene que la vida (concebida como máxima universal) de los animales y de los humanos, sólo por el hecho de compartir la capacidad de experimentar la vida, sus vidas ya poseen un valor inherente; condición que para Regan es suficiente para que se desarrolle entre ambas especies una relación basada en el respeto y la igualdad de tener derechos.
Al otro lado del debate moral-normativo, se encuentran los ya mencionados especistas, individuos que, en base a la evidencia histórica del desarrollo humano, ciertas doctrinas religiosas (principalmente monoteístas judeo-cristianas), y el tradicional argumento de la superioridad racional del hombre como especie, justifican éticamente la caza, el consumo, la experimentación, y la reclusión de animales para satisfacer sus propios intereses particulares (Frey, 2014). La clave detrás de esta polémica concepción de los animales, gradualmente matizada por la creciente visibilidad e impacto de los grupos animalistas alrededor del mundo, yace en la profundamente arraigada tesis de “valor de vida desigual” (unequal-value thesis) propuesta por Raimond Frey. Basado en la misma premisa utilitarista de Bentham, Frey sugiere que la capacidad de sentir placer y dolor constituye el factor básico de equidad entre las especies sintientes; sin embargo, no considera que éstas sean, en términos de valor, cualitativamente iguales (Ibidem). Los factores de dicha desigualdad serían, por un lado, la autonomía o agencia que posibilita al ser humano (viviendo en sociedad) desenvolverse más allá de la mera supervivencia; y por otro, la denominada “riqueza” de la vida humana, vale decir, la conjunción de actitudes y actividades que “moldean” la vida de un hombre, tales como el desarrollo intelectual, las relaciones amorosas, el cultivo de las artes, e incluso la interacción con animales (Ibidem). Ambos factores amalgamados contribuyen a lo que Frey denomina la “buena vida”, especie de plusvalía que sería, al menos desde una óptica utilitarista, el factor que distingue el valor de la vida humana de la animal; distinción que, a su vez, explicaría, de forma global, el sesgo y trato diferenciado humano hacia otras especies. Complementariamente, es fundamental destacar que la aproximación especista, tal como la animalista, no es dominio exclusivo de los pensadores utilitaristas, también los hay del espectro deontológico, siendo uno de las más importantes el padre de la misma teoría, Immanuel Kant.
Entonces, en base a lo ya expuesto, ¿se justifica, al menos desde un punto de vista moral, la existencia de los zoológicos hoy en día? La respuesta a esta polémica pregunta, divide hasta la fecha a animalistas de especistas. Por un lado, los especistas más ortodoxos defienden la continuidad de estos establecimientos, puesto que, al no vulnerar moralmente ninguna vida digna de valor y derechos, no tendrían motivos sólidos ni vinculantes para suprimir una de sus fuentes de entretenimiento y escapismo. Por otro lado, los especistas más moderados, al igual que algunos sectores animalistas, respaldan enérgicamente la existencia de este tipo de institución, ya que no sólo resguardan las especies en peligro de extinción, sino que además, representan un polo importante de investigación, educación y concientización ciudadana en torno al respeto animal y ambiental al interior de las grandes urbes. Por último, los sectores animalistas más tradicionales condenan este tipo de instalaciones, dado que, según ellos, éstos invalidan y vulneran los intereses, el bienestar y la libertad de los animales, sometiéndolos, como en el caso de Arturo, a condiciones ambientales y psicológicas altamente cuestionables.
En síntesis, ¿qué mató a Arturo? ¿la negligencia de un parque tan precario que a sólo días de la muerte del animal se vio obligado a cerrar sus puertas de forma indefinida por falta de recursos y la presión de la opinión pública? O ¿un dilema moral humano entre las autoridades gubernamentales y del zoológico cuya posible solución no llegó nunca a puerto? La respuesta definitiva no la sabemos, no obstante, la evidencia parece indicar que fue una combinación de ambos factores. Lo que sí sabemos, en cambio, además de la diversa configuración ética-teórica de cada bando del debate, es que, en base a las experiencias de movimientos de liberación previos, la causa animalista terminará, tarde o temprano, permeando los niveles más profundos de nuestras sociedades, cambiando radicalmente nuestra relación y entendimiento de nuestro entorno.
*Imagen de cabecera propiedad de La Vanguardia.