Por JORGE GUTIÉRREZ P.
Profesor de Filosofía y Licenciado en Educación
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
Cuando di la prueba en el 2003 no tenía ni corbata ni vestón. Un colegio de campo y con números en su nombre no suele tener. Tampoco, en ese entonces, docentes de inglés -por lo cual, todos los primeros años acumulé puros reds mientras veía películas sin subtítulos y jugaba Age of Empires y World of Warcraft en inglés. Mis zapatos no estaban ni siquiera lustrados, más bien, cochinos y embarrados, mientras que los de los demás relucientes como las piochas de sus chaquetas y los engominados de sus lengüetazos de vaca. Más tarde sabría que esas insignias extravagantes representaban a unas familias y a unos nidos muy, muy, literalmente, particulares: que esa era la realidad y que la mitología que contarían luego en torno a la ascensión social nunca fue tan así; que las castas políticas ya ni si quiera les interesa poner a sus hijos ahí, que los sectores pobres ven cada vez más con resentimiento a la elite económica emprendedora y sectaria que crea, y que, por otro lado, aún, las clases ricas intentan que sus hijos logren entrar para ahorrarse la plata en colegios caros en vistas de una universidad muy cara. Yo tenía hambre y sólo me preguntaba a qué hora terminaba todo esto para irme. Había viajado en bus desde Ovalle para esta procesión que no sabía a qué me iba a llevar y estaba muy cansado. Sólo quería dar la prueba, salir de ese antro de niños vestidos de formas raras, e irme para la casa. Por mientras, éramos 5.000, ahí en el patio, formados, recibiendo instrucciones. Nos llamaron como en un regimiento por los apellidos, nos pasaron unas hojas, rellenamos unos círculos, y quedamos 700. Al parecer fuimos la última generación con tantas postulaciones en la oferta y demanda mercantil en que han convertido a la institucionalidad del aprender. También, dicen las buenas y malas lenguas, que fuimos la mejor y a la vez la peor generación. Cuando hice la práctica me percaté de que el único anuario en inspectoría es el de la generación 2009. Por algo será, bueno y malo, a la vez. A fin de cuentas, las revueltas de 2004, 2006 y 2008, parece que pasaron la cuenta, y, también, prepararon lo que serían tanto el 2011 como el 2018, chilenos.
Tuve compañeros a los que el desayuno y el almuerzo del colegio les significaban las únicas comidas del día, por lo que hacíamos vaquitas para regalarle alimentos que pudieran comer luego. También, tuve compañeros que cada fin de semana iban a la nieve o a la playa. La diversidad es grande y se agradece. Estudiar junto a hijos de grandes empresarios transatlánticos y, a la vez, de pequeños narcotraficantes de población, te hace aprender en qué puntos se diferencian y en qué puntos son lo mismo. Y aquí, podemos hacer un largo etcétera proinclusión y prodiversidad. Sin embargo, el tema es que en un colegio de puros hombres la diversidad es una de las mayores farsas de la república machista y que la desazón en y por aquella diversidad ilusoria, también lo es. Pues, quienes eran pobres u homosexuales, la pasaban mal, muy, muy mal. Sólo unos pocos a esa edad tienen más o menos la ‘conciencia republicana de los dos siglos’ para saber a ciencia incierta de las violencias y de qué se trata estar ahí. Y muchos de aquellos, luego, cuando se enteran, se desencantan completamente. Por mientras, quiénes no tenían computador o impresora en la casa, o bien, no podían comprarse los libros de lectura o tener docentes particulares para reforzar materias o electivos difíciles, se iban quedando atrás, cada vez más atrás. O, si en el patio alguien te encontraba ‘amanerado’ o un docente de educación física te rotulaba de ‘afeminado’, caminar por los pasillos o hacer clases de deportes se iba convirtiendo cada vez más en un castigo. Pero había quienes sufrían más y la mochila se les iba haciendo cada día más pesada, cargándosele de silenciosos estigmas. Había quienes padecían de una condición transversal, una condición inclusoria en su exclusión y que le daba lo mismo si eras homosexual u pobre para convertirse en la marca crítica que te acompañaría: la condición de pitutano.
Así le llamaban a quienes no entraban normalmente en séptimo grado rindiendo el examen de lenguaje y matemática sino por un pituto: una carta de recomendación docente, administrativa, familiar, o amiguista. Cada año se abrían los cupos de quienes gradualmente desertaban porque ‘no se la podían con la tradición’ o porque la depresión, dada por la presión ‘académica’, pudo más. Cada año en las restructuraciones de cursos, siempre calificatorio-meritócratas, en el paso de octavo a primero medio y de segundo a tercero medio, sobre todo, había algún par de caras nuevas; unos cuerpos temerosos, callados y medio tiritantes en el rincón de una fila. Eran los pitutanos. Se reconocían fácilmente. Nadie se les acercaba, hasta que algún buena onda en el recreo le compartía una colación o le hacía una pregunta distraída, como que no quiere la cosa, para hablar de cualquier tontera, o de aburrimiento: sólo para pasar el tiempo. Un pitutano era un chanfle institucional: una chance en la que la institución podría reivindicarse poniéndose la jineta de la inclusión, pero que se devolvía a los cuerpos como insulto exclusorio. Pitutano era sinónimo de traidor interno: un anómalo, un ‘a pesar de’ que la institución tenía que llevar consigo a la rastra, sí o sí. Un pitutano era un paria que tenía que esconder lo más posible y a cada rato su origen por miedo a la discriminación. Pasar piola se convertía en su lema: mientras menos lo descubrieran y se hiciera, de a poco, el traje de buen institutano. O sea: mientras más sus índices de simulacro se actualizaran, mejor la podía llegar a pasar adentro.
En todo caso, para afuera, a un pitutano igual lo respetaban. Muchos de ellos sí se preparaban, e igual por ello, tenían méritos. Mal que mal, estaba ahí y no afuera. Pues, un pitutano, también, muy probablemente, para llegar a estar ahí se preparó igualmente, y mucho. Se quemó las pestañas, o, eventualmente, y en última instancia, había que reconocer que le costaba un poquito más, que se tenían que esforzar, por llegar tarde al rigor, lo cual, era muy venerable. Pero, en el fondo, en las dinámicas internas, quienes tuvieron la mala suerte de entrar a la cofradía como pitutano, la pasaban mal. Eran la lacra social interna. Siempre un desperdicio. Cuando se te acababan los argumentos y los insultos en una discusión simplemente podías decir: pitutano. Y era como si instantáneamente un podio te subía a lo alto de un estándar meritócrata con muchas segregaciones internas en las que casi siempre salías perdiendo pero que en ese justo momento funcionaba a tu favor y te hacía, imaginariamente, ganar: merecer. La discusión se cerraba instantáneamente. Y te podías ir tranquilamente al patio, entrar a la sala, o salir a la calle, con los dones del merecimiento. Hasta docentes trataban muy mal a los pitutanos. Siempre con un pero, o bien, discriminándolos positivamente como los ‘pobrecitos’ en torno a los que era necesario recalcar que su mérito era un poco mayor y que por naturaleza les tenía que costar más; era obvio.
Una vez me censuraron un lienzo en una toma. Decía: ‘no más educación’. Me dijeron que no, que nada que ver, que cómo iba a poner eso. Y muchos de aquellos hoy vagan sin rumbo por los clichés de la excelencia, la calidad, la gratuidad, el no sexismo, y medio pidiendo instituciones y medio odiándolas porque algún lado profundo de su existencia le dice que no están bien, que son dañinas, pero que no comprenden, que no le ven sentido. Creo que algo de la intuición certera de ese lienzo es la columna vertebral de lo que hoy pienso y practico en educación para combatir los mitos del ascenso social y, a la vez, los mitos para combatirla. Creo que en ese tiempo pensaba en mi amigos del campo que dejé atrás, en mis amigos del condominio y del barrio, o en mis primos, que no me entendían cuando hablaba, en que yo sí, ante ellos, tenía méritos para habar así, y ellos no, porque no dieron la prueba como yo, y, también, claro pensaba en los pitutanos, que tampoco habían dado la prueba, pero que sufrían, de alguna u otra forma como yo, pues compartíamos, aunque de maneras diferentes, la condición de simulacros en medio de la decadencia de los emblemas del ‘labor omnia vincit’ de la educación pública.
Ese régimen evaluatorio y exclusivista que se vende como falsa meritocracia y que produce engendros sufrientes como los pitutanos es el que quieren volver a instaurar hoy y al que principalmente hay que oponer crítica certera para no retroceder nuevamente a sistemas que sólo avanzan y se desarrollan hacia el hastío. Es el régimen de las familias adineradas y los colegios particulares con profesores a domicilio que se hace pasar a ratos por la libertad de impartir enseñanza, y, a ratos, por la libertad de elección de familias y/o instituciones, dependiendo de la conveniencia del momento. En todo caso, ambas libertades vacías. O bien ideológicamente llenas de puro economicismo capitalista y sin ninguna relación real y directa con la educación o el aprender más que acentuar la escuela como máquina áulica de producción de subjetividades cada vez más monetaristas. Es el régimen de la cuna y de la herencia, de los grados y los posgrados, el de las pasantías al extranjero y la cesantía que se esconde en la falacia ascendista. A este régimen probatorio y ordenatorio de la vida según supuestos conocimientos tipo pruebas de elección universitarias de restar, sumar, y decir que sí, es urgente oponerle prácticas y teorías que lo desarticulen, o, sino, en poco tiempo lograrán expeditamente la argumentación para su enganche perpetuo con los nuevos modos del trabajo salariado en neomodernización.
*Imagen de cabecera propiedad de Revista CA.