Por TOMÁS CROQUEVIELLE
Periodista y Licenciado en Historia
Pontificia Universidad Católica de Chile
Hace unos veinte años, la nación asiática, hambrienta de crecimiento económico, bloqueaba cualquier acuerdo internacional en la lucha contra el cambio climático y minimizaba su gravedad. En la actualidad, especialmente tras la llegada a la presidencia estadounidense de Donald Trump, el país ha comenzado a liderar los esfuerzos contra esta urgente problemática planetaria.
Desde que en 1978, el líder de China, Deng Xiaoping impulsara las reformas económicas que permitieron y fomentaron la propiedad privada, la inversión extranjera y el libre comercio internacional, el país pasó de ser uno de campesinos a ser considerada la «fabrica del mundo», con un espectacular crecimiento de entre un 8 a 10 % anual, que los llevó a multiplicar su Producto Interno Bruto por 15, convirtiéndose en el proceso en la segunda economía del mundo.
Sin embargo, esta historia de éxito ha tenido un lado oscuro: desde la década de los 90’, y hasta comienzos de la segunda década del siglo XXI, las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera aumentaron en un 70% aproximadamente; cifra que se explica, en gran medida, por la enorme dependencia energética del carbón del país (una de las fuentes más contaminantes para la capa de ozono y símbolo del modelo de desarrollo chino).
Además, para echarle más leña a la caldera de este crecimiento, Beijing ha buscado tener un mayor rol internacional aumentado, de manera creciente y sostenida, su presencia económica en África, América Latina y Medio Oriente. Aquello, como estrategia para asegurar su abastecimiento de materias primas fundamentales para nutrir su economía, el petróleo, el gas y el carbón; todas enormes contaminantes e impulsores del calentamiento global. Todo en una modalidad que muchos consideran como una nueva forma de colonialismo.
Entre la omisión, la negación y la paranoia
Durante años, China jugó el papel de aguafiestas del cambio climático, atornillando para atrás en los esfuerzos internacionales contra el efecto invernadero. Esto, al mismo tiempo que aumentaba sus emisiones de dióxido de carbono, negándose a reducir sus emisiones de Co2, o incluso ponerle un tope a su crecimiento.
Durante años el discurso oficial del gobierno chino sostenía que las reducciones de carbono que se le quería imponer eran incompatibles con su crecimiento económico. Incluso, dentro del gigante asiático no fueron pocas las teorías que hablaban de una supuesta conspiración delas potencias occidentales para detener el avance económico y productivo del país mediante la “falsa idea” de que las emisiones de gases invernadero a la atmósfera provocaban un cambio en el clima.
Aunque en 1997 el país acepto firmar el Protocolo de Kioto, Beijing puso como condición que no fuese obligada a limitar sus emisiones. Postura que llevo que para 2009, año de la cumbre de Copenhague, China fuese el responsable de más del 40% del consumo global de carbón.
Más vale tarde que nunca
Esta visión negacionista comenzó a disiparse durante la segunda década del siglo XXI. La gran cantidad de smog y contaminación que se empezó a percibir en las ciudades simplemente comenzó a ser ineludible. Aquello, sumado al hecho que la nación asiática superó a EEUU como el principal emisor de gases de efecto invernadero, impulsó la instauración de la Ley de Energía Renovable, la cual obligaba a que el 15% de las necesidades eléctricas del país fuesen cubiertas por fuentes alternativas a los combustibles fósiles.
Dicha legislación ha sido sumamente efectiva en la medida que, mientras las emisiones chinas aumentaron en un 110% en la primera década de este siglo, su incremento se detuvo e incluso disminuyó significativamente a un 16% entre los años 2010 y 2015.
Y es que, desde una postura inicial de negación, los líderes chinos entendieron que su país no puede seguir el mismo patrón de desarrollo de los países occidentales basado en emisiones de Co2 al aire a gran escala, esperando reparar el daño después. Además, una serie de informes encargados por el gobierno de Beijing, dejaron en claro que el país era muy vulnerable a los efectos nocivos del cambio climático.
Por otro lado, desde hace 10 años que los datos de contaminación ambiental de China están en niveles críticos, requiriendo un gasto gigantesco por parte de las autoridades. A modo de ejemplo, según el Banco Mundial, sólo en 2009 el Estado chino tuvo que desembolsar 110 mil millones de dólares (suma equivalente a las ganancias de Microsoft de 2018) en la mitigación de los daños de la salud de su población por ese motivo.
Por otro lado, en los últimos años se ha producido una seria contracción en los glaciares chinos que alimentan los ríos del país. Una auténtica amenaza para las plantas hidroeléctricas de la nación asiática que pone en peligro la supervivencia de millones de chinos, convirtiéndose así el tema del cambio climático en un auténtico asunto de seguridad e interés nacional.
¿Una nueva superpotencia verde?
De la misma manera que China logró convertirse en uno de los mayores contaminantes del mundo (gracias a las reformas económicas de hace 40 años), es que está en camino de transformarse en una potencia verde: de forma veloz, vertiginosa y decidida.
De acuerdo con un informe publicado en enero de este año por el Instituto para la Economía Energética y el Análisis Financiero, China se ha consolidado, mediante subsidios estatales, como el líder mundial en inversión nacional en energía renovable, tales como turbinas eólicas y paneles solares, y otros sectores de bajo consumo de emisiones, con 103 mil millones US$ invertidos en 2015.
Este ascendente liderazgo chino es posible también percibirlo en el hecho que para 2025 la mayoría de los nuevos autos que se produzcan en China serán eléctricos, y que en la actualidad el 60% de los trenes de altas velocidad del mundo se encuentran en aquel país. Tal cambio de política medioambiental también se percibe en la misma capital, registrándose un aire 30% más limpio que el del año pasado.
En este mismo sentido, Beijing pareciera estar tapándoles la boca a quienes creen que las medidas contra el cambio climático dañan la economía nacional. Es más, durante los últimos años las autoridades chinas han buscado impulsar, después de varios ensayos con mercados pilotos en algunas de sus regiones, un incipiente mercado nacional de cuotas de gases de efecto invernadero, el cual busca ser el más grande de su tipo.
EEUU fuera, China adentro
Un evento fundamental, y de cierta manera fortuito en el incipiente liderazgo ecológico chino, fue el reciente giro negacionista estadounidense de la administración Trump (en donde muchos en puestos claves de su administración no creen en el calentamiento global como fenómeno creado por los humanos), la cual ha buscado revitalizar la contaminante industria del carbón y ha recortando en un 25% del presupuesto de las de agencias gubernamentales afines como la Oficina de Eficiencia Energética y Energías Renovables de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés); siendo la guinda de la torta de la nueva postura de Washington el retiro de su país del Acuerdo de París en junio de 2017. China, en cambio, prometió cerrar 800 millones de toneladas de producción de carbón para 2020.
Por si no fuera poco, China no sólo no se retiró del acuerdo, sino que este incluso aseguró que podrá cumplir con los objetivos de emisiones para el año 2030, una década antes de lo acordado; compromiso que vino de la mano con el acuerdo de las autoridades chinas de alcanzar su peak de emisiones para comienzos de la tercera de década de este siglo. Nada mal para el otrora país de campesinos y señores de la guerra.
Tal giro ecológico se vio consagrado durante el XIX Congreso Nacional del Partido Comunista de China de 2017, en donde el presidente del país, Xi Jinping, reafirmó la voluntad del país con los esfuerzos contra el cambio climático, haciendo hincapié en que China continuará cooperando con otras naciones para enfrentar esta crisis mundial, comprometiéndose a intensificar sus esfuerzos para llevar adelante el desarrollo sostenible; siendo el proyecto de Kubuqi, la “domesticación” de un desierto, una de las muestras políticas y tecnológicas más representativa de este nuevo giro (conoce más sobre esta nueva tecnología aquí).
Limitaciones del liderazgo chino
Para China, la posición de liderazgo en la lucha internacional contra el cambio climático es una que Beijing, aunque quisiera, no podrá escapar en la medida que el país se vuelve una potencia mundial. Tal como ocurrió con Spiderman: “un gran poder requiere una gran responsabilidad”.
No olvidemos que, pese a todos los increíbles avances en la actualidad, China es aún el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, contaminado la atmósfera con Co2 incluso más que la suma de EEUU y la Unión Europea. Al mismo tiempo que las emisiones de carbono per cápita del país son incluso más altas que algunas de las economías más desarrolladas del planeta, tales como Francia, Italia y el Reino Unido. Parece que a la hora de llevar adelante una industrialización acelerada, “los chinos son más papistas que el Papa”.
Es por lo mismo que la nación asiática no se puede dormir en sus laureles y contentarse con el actual liderazgo que ejerce. Todavía le queda mucho por hacer a la hora de establecerse como una potencia energética verde y por generar un sistema económico sustentable, el cual pueda equilibrar su desarrollo económico con la protección del planeta y de su población. No obstante, en China el humo de las fábricas sigue saliendo y el carbón se continúa extrayendo, razón por la cual está por verse sí el reformado país podrá pasar del paradigma del crecer a toda costa a uno en donde las aspiraciones económicas puedan compatibilizar con la realidad ineludible y urgente del cambio climático. Camino que, como bien se expuso, el gigante asiático puede incluso a llegar a liderar.
¿Se convertirá este país en el nuevo líder internacional contra el cambio climático? ¿Crees que China es genuino en su intención de impulsar una economía verde? Cuéntanos en los comentarios.
*Imagen de cabecera propiedad de University of Pennsylvania.