Venezuela atrapada en la encrucijada de la Geopolítica Mundial: El blindaje de hierro al gobierno de Nicolás Maduro

Por TOMÁS CROQUEVIELLE H.

Licenciado en Historia y Periodista

Pontificia Universidad Católica de Chile


Tras la caída de los gobiernos de Libia, Ucrania y la intervención militar rusa en Siria el ordenamiento mundial se encuentra en una situación de precaria estabilidad, en donde cualquier tipo de desenlace abrupto en Venezuela podría tener resultados indeseados para las principales potencias militares del mundo: EE.UU, Rusia y China. Frente a la actual situación política internacional, la administración Trump podrá ladrar fuerte pero su margen de maniobra, que ellos mismos saben, es bastante limitado.


A fines del 2013 una multitud reunida cerca de la plaza más importante de Kiev, Maidán fue dispersada con disparos a quema ropa por las fuerzas policiales del estado ucraniano. No serviría de mucho.  A comienzos de 2014, el parlamento de Ucrania removería al presidente Víktor Yanukóvich del poder, asestando un profundo golpe al posicionamiento geopolítico y geoestratégico de Rusia y su líder, Vladimir Putin. La frontera occidental, y por ende la influencia de países tradicionalmente adversarios de Rusia, tales como, EE.UU, Reino Unido, Alemania y Francia, se expandiría un poco más al oriente, llegando ahora a parte del corazón de la civilización rusa: Ucrania.

5 años después, el conflicto se ha movido al hemisferio americano y ahora es Venezuela el escenario del conflicto global entre EE.UU y Rusia; y entre el paradigma hegemónico unipolar, que apela a un ordenamiento internacional liberal (en lo político y económico) conducido por Washington y sus aliados en Bruselas, versus las fuerzas, ideológicamente dispersas, de lo que podríamos denominar como “polo-contrahegemónico”.  Otra diferencia, es que, en esta oportunidad, la situación no tomó desprevenida a Moscú. En esta ocasión, El kremlin tuvo suficiente tiempo como para saber exactamente de qué manera actuar a la hora de apoyar a su aliado. A su vez, que, Washington, a diferencia con el caso ucraniano, pareciera estar tomando una postura más explícita de “regime change” (cambio de gobierno por la fuerza) a la hora de remover al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro.

La actual administración de Donald Trump asegura “no descartar ninguna opción” en el caso venezolano. Sin embargo, la realidad es que aquella declaración de “fuerza” no revela realmente fortaleza, tampoco determinación. Muy por el contrario: aquella aserción no es realmente diferente a la declaración que dio el expresidente, Barack Obama, sobre el uso de armas químicas a manos del gobierno de Siria, el cual le estableció una supuesta “línea roja” al régimen de Bashar Al Asad, en donde si este usaba aquel tipo de armas, EE.UU intervendría directamente en la Guerra Civil siria.

Sin embargo, aquel supuesto límite el gobierno sirio sí lo pasó (o al menos eso es lo que concluyeron las Naciones Unidas en 2013), y Obama, sabiendo que actuar militarmente podría traer más problemas a la estabilidad mundial que soluciones al conflicto en Siria, decidió buscar una salida negociada. Entonces, mediante un acuerdo que puso, ni más ni menos que a la Rusia de Putin (histórica aliada de los gobiernos de los Al Asad) como garante, las fuerzas armadas sirias se deshicieron de sus armas químicas.

Pese a aquello, el mandatario norteamericano no fue capaz de prever que en menos de dos años la fuerza aérea rusa actuaría directamente como un actor determinante en el conflicto sirio, moviendo la balanza de manera decisiva a favor de las fuerzas gubernamentales, y evitando que, como en Kiev, un mandatario aliado fuese derrocado.

Venezuela, es ahora, tras Ucrania y Siria, entre otros, el nuevo escenario de la pugna de poder entre Washington y Moscú, y entre el paradigma hegemónico unipolar vs el bloque contrahegemónico. Un conflicto que, para hacer las cosas aún más complejas, involucra a naciones muy diversas en los 5 continentes.

Chávez y el reordenamiento internacional

Al expresidente Hugo Chávez se le podrá cuestionar muchas cosas, desde el manejo económico hasta la restricción de las libertades civiles o democráticas, sin embargo, si algo no se le puede negar, independientemente de la posición ideológica, es su maestría a la hora de jugar el juego de las Relaciones Internacionales y de la Geopolítica mundial.

Chávez (y en cierta medida también Maduro como su canciller entre los años 2006 a 2012), en sus casi 14 años al frente de Venezuela, logró algo que sólo líderes latinoamericanos de la estatura de Fidel Castro fueron capaces de hacer. Sacó a su país de una cómoda posición de miembro del consenso liberal occidental de hegemonía estadounidense, hacia una nueva ubicación en el tablero geopolítico.

Nos referimos al nuevo polo, aún en construcción, de países que apelan al multilateralismo-realista, que rechazan las diferentes medidas unilateralistas impulsadas por Washington desde la década de los 90′ y que apelan a un ordenamiento internacional en donde no exista una sola superpotencia, en este caso EE.UU, sino que diferentes potencias y/o alianzas regionales con sus respectivas áreas de influencia. Aquel “club”, fue iniciado a comienzo del siglo XX, por la Venezuela de Chávez, la Rusia de Putin, la China de Hu, el Irán de Ahmadineyad, el Brasil de Lula, La Argentina de los Kirchner, la Turquía de Erdoğan, la Libia de Gadafi, la Bolivia de Evo, el Ecuador de Correa, la Cuba de los Castro, la Siria de los Al Asad, la Bielorrusia de Lukashenk, entre otros.  Muchos de ellos, especialmente Moscú, Beijing y Teherán, se volvieron aliados económicos y diplomáticos muy poderoso e importantes para Venezuela.

Entonces, desde su pertenencia al polo contrahegemónico, y gracias a la riqueza del petróleo, Chávez pudo convertir a Venezuela en una potencia regional capaz de exportar su visión política e ideológica Bolivariana por el continente y establecer relaciones de dependencia económica con diversos países, especialmente del caribe. De esta manera, el país sudamericano se posicionaría por años como un jugador fundamental de la estabilidad regional y del bloque internacional de países que aspiran a un ordenamiento internacional multipolar y regionalista.

Aunque a Washington, especialmente durante la administración George W. Bush, nunca le gustó realmente la cercanía del gobierno bolivariano con países como Rusia, China Irán, su preocupación a comienzos del siglo XXI estaba principalmente centrada en combatir la “Guerra Internacional Contra el Terrorismo” en países como, pero no exclusivamente, Afganistán e Irak. Sin embargo, tras la primavera árabe de 2011, que golpeó al ordenamiento mundial entre estados como ningún otro evento lo había conseguido desde la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, EE.UU pasó a la ofensiva, apoyando el derrocamiento de Gadafi en Libia y la insurrección armada internacional contra el régimen de Al Asad en Siria. De esta manera, el conflicto entre el sector liberal-occidental y el polo-contrahegemónico se volvió más intenso y directo, especialmente en Ucrania y Siria, ambos aún inmersos en una guerra civil, llevando el conflicto, gradualmente, también a Venezuela.

De la contención de Obama al choque frontal de Trump

Tras los triunfos iniciales en Libia y Ucrania, el estancamiento en Siria llevó que,  a la hora de hacer frente al conflicto entre el las potencias liberal hegemónicas y el polo-contra-hegemónico, la administración Obama comenzó a emplear una estrategia de contención y negociación con las potencias militares rivales de EE.UU, prefiriendo medidas como las sanciones económicas (aunque solamente a ciertas personalidades) a  la hora de castigar a Rusia, el apoyo militar y diplomático a las  naciones del este de Asia para contener a  China, y la negociación a la hora de prevenir que Irán adquiriera una bomba nuclear.

En cambio, en sus ya dos años al mando de EE.UU, el gobierno de Trump, a llevado adelante una política más confrontacional y directa al ahora de hacer frente a los rivales de Washington, profundizando el conflicto y abriendo nuevos frentes.  Esta nueva postura ha sido motivada, entre otros factores, por las acusaciones de interferencia de parte de Moscú en diferentes democracias liberales del mundo, entre ellas, en su propia elección.

Y es que, alimentados por la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de la administración Trump, que considera a Beijing  y Moscú como las nuevas amenazas principales a la estabilidad del país y el mundo, superando incluso en gravedad a tradicionales peligros como el terrorismo internacional, EE.UU ha realizado medidas más agresivas contra las potencias del bloque contrahegemónico, imponiendoaranceles a las importaciones desde China, enviando apoyo militar a los aliados estadounidenses en Europa oriental (como Ucrania), realizando ataques contra posiciones militares de Siria y reimponiendo sanciones, aún más agresivas, contra Irán.

La administración Trump, que presume de una determinación y fortaleza mayor que la de su antecesora, ha realmente podido tomar esta postura más agresiva, no por poseer una mayor convicción, sino que, en gran medida, porque cuenta con una herramienta con la que administración Obama no contó de igual manera: el fracking o petróleo esquisto. Esta nueva forma de perforar y extraer el crudo ha permitido que EE.UU se convierta en una auténtica potencia petrolera mundial, alcanzado la por décadas deseada independencia energética al poder exportar más petróleo del que importa. Esto, entre otros factores, le posibilita ser más agresivo con países que tiene un gran poder para determinar el precio mundial del crudo, y que son miembros centrales del polo-contrahegemónico, tales como, China, como demandante de crudo, y Rusia, Irán y Venezuela, como proveedores de petróleo al mercado mundial.

Antes, especialmente durante el gobierno de Bush, Washington no hubiese sido capaz de llevar adelante una política más agresiva contra los países del polo-contrahegemónico, el peligro de una escalada alcista en valor del crudo, desde un precio ya bastante alto tras la guerra de Irak, hubiese producido una baja económico tan grave, o quizás peor, de la ocurrida durante la década de los 70′, gracias a shock de petróleo realizado por los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el cártel petrolero mundial.

Después de la reelección de Obama el problema se volvió diametralmente diferente.  Producto de una baja en el precio del barril, generado de un aumento deliberado en la oferta de crudo por parte de cierto sector de la OPEP (que no podríamos ubicar realmente en ningún bando de este conflicto), lo que generó, de manera intencionada, que la nueva competencia venida desde el barril del crudo extraído por el fracking se viera en peligro. Esto último, se explica en la medida que este tipo de petróleo tiene unos costos de producción más altos que el crudo que proviene de las tierras de Medio Oriente, generando que el esquisto necesite un precio relativamente alto para hacer del negocio uno rentable y duradero. Fue la disminución en el precio del crudo, entonces, que tuvo como consecuencia,  no directamente buscada, la socavación económica de Venezuela, en la medida que, por similares razones al petróleo esquisto norteamericano, la industria petrolera venezolana también requiere de un precio medianamente alto del barril de crudo para que sea rentable.

En la actualidad, el valor del barril del petróleo se encuentra en una posición muy favorable para los intereses estadounidenses. Su precio se encuentra un poco más elevado que hace unos años, en gran medida por la postura beligerante de la administración Trump contra Irán, permitiendo que la producción de crudo esquisto se encuentre en una posición ascendente y próspera. Es por lo mismo, que ahora Tío Sam se siente envalentonado y capaz de tomar las posturas unilaterales y hegemonistas llevadas adelante por la administración Trump.

Un juego en tablas  

Pese a esta embestida estadounidense, Moscú, Beijing y Teherán, no pueden realmente darse el lujo de permitir la caída de su aliado Maduro y del régimen Chavista en Venezuela. Su alternativa contrahegemónica ya ha sido golpeada lo suficiente en varios frentes en regiones como Europa, Asia y Latinoamérica. En esta última, incluso, se ha llevado adelante de manera sostenida en los últimos años una seguidilla de cambios de gobiernos contrahegemónicos, por unos más dispuestos a alinearse con Washington, tales como la Argentina de Macri, el Brasil de Bolsonaro y el Ecuador de Moreno.

Bajo ese contexto, para Rusia, China e Irán, la caída del actual gobierno venezolano se vuelve un asunto existencial. La Federación Rusa,  tiene comprometidos unos US$6 mil millones en inversiones en los sectores petrolero y minero, junto a una cooperación militar, que además de venta de armas, incluye la realización regular de ejercicios militares conjuntos. La República Popular China, por su parte, le ha prestado, desde 2007, más de 67 mil millones de dólares a Caracas. Asimismo, el posible colapso del gobierno de Venezuela, implicaría, además de una gran pérdida económica, una devastadora derrota política y simbólica: el cambio de otro miembro fundamental del polo-contrahegemónico Un golpe, quizás, demasiado grande a la posición geopolítica del bloque.

La gravedad de la situación, entonces, obliga a las potencias del polo a atrincherarse y a situarse en una posición defensiva, lista para, en caso de ser necesario, contraatacar. Pero su respuesta militar no sería en Sudamérica o en las costas y cielos caribeños, ninguno de sus ejércitos tiene la capacidad de desplazarse militarmente a esas distancias, solo Washington la tiene. Su respuesta en cambio, vendría de alguno de los frentes en los que actualmente se encuentran fortificados, esperando la señal definitiva para atacar, tales como; Europa Oriental o el Báltico, en el caso de Rusia; en el Mar del Sur de China, en el caso chino o en los Altos del Golán, en Medio Oriente, en el caso iraní.

Con ese escenario de fondo, Washington no puede simplemente actuar y da un golpe directo contra las potencias del polo contrahegemónico e incursionar militarmente en tierras venezolanas. Están conscientes que el costo para la estabilidad mundial sería demasiado grande. El actual escenario de tensiones entre EE.UU y Rusia por un lado, y China e Irán por el otro, hace demasiado posible el estallido de una conflicto militar de escala mundial, posiblemente nuclear,  como para arriesgarse.

Por otro lado, la opinión pública estadounidense y occidental, aunque abierta a tomar un rol más activo en lo que se ha denominado “crisis humanitaria” en Venezuela, a través de medidas como: bloqueos, sanciones, intervenciones blandas (como el envío de “ayuda humanitaria”) y reconocimientos de gobiernos e instituciones paralelas, no está realmente dispuesta a otra cruzada por la democracia. Pasó ya el tiempo posguerra fría en que la ciudadanía daba el visto bueno a las intervenciones militares, como las de Panamá, Haití, Afganistán, Irak y Libia, para expandir la “libertad” y los “DD. HH”, tal como ocurría hace treinta años. Los resultados, por decir lo menos, controversiales y/o insatisfactorios, de estas intrusiones han generado que estas no sean tan atractivas como antes. No por nada el mismo Trump está planificando la salida de las fuerzas militares estadounidenses en territorio sirio y está comenzando a negociar con el Talibán en Afganistán.

Como broche de oro a esta perfecta partida en tablas, resulta necesario recordar que, tras un periodo de multilateralismo trans oceánico durante la administración Obama, los tradicionales aliados de Washington, Reino Unido (ocupado con sus propios problemas asociados al Brexit), París, Berlín y Ankara ya no están dispuestos, como antes, a sumarse o apoyar algún tipo de aventura militar como lo habrían hecho contra el Talibán y Al Qaeda en Afganistán y el Estado Islámico en Siria e Irak. Turquía, de hecho, es actualmente uno de los principales aliados del gobierno venezolano, un gran apoyo, en la medida que este es el segundo ejército más numeroso de la coalición militar más grande del mundo, la OTAN. Esta alianza militar normalmente se cuadra con los intereses estadounidenses, pero en el caso de Venezuela se podría ver quebrada si es que EE. UU decide realizar alguna intervención militar que no cuente con el, muy improbable, visto bueno de los turcos.

Pareciera entonces que a Washington y sus aliados, entre ellos el actual gobierno de Chile, solo les queda apretar a la nación caribeña (como lo hicieron durante décadas con Cuba),  haciéndole la vida imposible a Maduro y profundizando la, ya muy difícil, calidad de vida de la población venezolana, aislando al gobierno de manera diplomática y económica, esperando a que explote, y como en Ucrania y Libia, ocurra una insurrección popular que derroque al gobierno.

Sin embargo, en el caso venezolano faltaría mucho más que sanciones y bloqueos para derrocar al establishment político, que, a diferencia de los casos anteriores, se encuentra más cohesionado en torno al gobierno y el Estado. En Venezuela podrán haber muchas protestas masivas, y a veces violentas, pero no tienen la capacidad de tumbar por sí solas al gobierno de Maduro y al sistema chavista, por lo que EE.UU no podrá obtener lo que busca: un cambio de régimen en Caracas, mediante la mera presión política y económica.

En ese mismo sentido, su otro plan, el de buscar el quiebre de las FF. AA de Venezuela mediante el cierre económico y el chantaje humanitario, pareciera tener lógica, pero tampoco tiene demasiadas posibilidades de prosperar. La fidelidad del ejército del país a la institucionalidad bolivariana se ha venido cultivando desde 2002, año en que Chávez fue removido del poder por 48 horas, y garantiza que su lealtad al Estado bolivariano es prácticamente total, puesto que no se trata de una adhesión personal al “caudillo” Maduro, sino que al sistema político en su conjunto y su sistema de “retribución” a la fidelidad. Además, puesto que la actual oposición política venezolana no está realmente cohesionada, más allá de en su oposición al gobierno, por lo que no parecen ser realmente capaces de gobernar. Entonces, si cayera el actual gobierno, entonces, piensan los estamentos militares, se desmoronaría todo el aparataje estatal venezolano, con sus defectos y virtudes.

Y, es que incluso si Washington consigue quebrar a las fuerzas militares venezolanas, en donde una parte significativa de éstas, como ocurrió en Siria, se levante contra el gobierno, las consecuencias serían desastrosas. No solo se generaría un conflicto entre muchos bandos y múltiples señores de la guerra al el interior del país (donde se encuentra el grueso de las riquezas naturales de Venezuela), sino que sus ramificaciones regionales serían inconmensurables.

Una cosa es provocar una guerra civil en Medio Oriente, en donde de manera cíclica se dan conflictos armados por razones políticas, étnicas y/o religiosas, y otra muy diferente es generarlas en América Latina. Esta región se halla acostumbrada a una relativa estabilidad, siendo necesario retrotraerse a las épocas de guerrillas contra dictaduras en Centro América en las décadas de los 70’ y 80’ para encontrar un antecedente de guerra civil. En Sudamérica es necesario remontarse a la Guerra civil paraguaya de 1947.

Un conflicto de esa magnitud, hoy en día en Venezuela, de seguro solo profundizaría el flujo de migrantes, refugiados y narcotráfico a territorio estadounidense, todos problemas que la actual administración ha buscado evitar de manera decidida y enfática. Frente a un escenario como ese, hasta el más pro- estadounidense de los gobiernos miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA), como el de Colombia (con casi un millón de refugiados y migrantes venezolanos) buscará impedir un enfrentamiento militar interno en territorio venezolano.

Negociar desde la fuerza

Sí EE.UU se encuentra frente a una seguidilla de opciones con respecto al caso venezolano sin realmente mucho futuro, ¿qué está tramando la administración de Trump entonces? ¿Cuál es el objetivo último de las acciones de Washington? y ¿cómo se sale entonces de este perfecto empate?

La verdad es que, para el actual mandatario estadounidense, Venezuela no representa más que una oportunidad electoral y una ventaja en la mesa de negociación contra las potencias militares del polo-contrahegemónico, Rusia, China e Irán.

En momentos en que la Casa Blanca y el Kremlin se encuentran enfrascados en una auténtica carrera armamentística dando por terminados una serie de tratados y acuerdos de no proliferación armamentística y nuclear, también se están llevando adelante negociaciones para poner fin a la guerra comercial entre Beijing y Washington. En paralelo, además, se están generando crecientes presiones a Irán por parte de EE.UU para que detenga sus pruebas de misiles intercontinentales y su intervención, mediante el apoyo de fuerzas militares chiitas afines, en Siria, Yemen, Líbano e Irak.

En ese mismo sentido, negociar mediante una posición de fuerza (Peace Through Strength), que siempre ha sido el objetivo declarado de la administración Trump, le podría permitir tener un nuevo éxito como el obtenido con Corea del Norte, en donde una mezcla de mano dura, retórica belicista e intención negociadora, le permitió poner en pausa lo que parecía ser un choque militar inevitable entre Pyongyang y Washington.

En política interna, y de cara a su campaña de reelección para los comicios de 2020, el hecho de poder mostrarse como una figura confrontacional con el gobierno de Maduro le permitirá movilizar el votovenezolano y cubano de Florida (un estado fundamental a la hora de ganar los comicios en EE.UU) a su favor. No son pocos los miembros de esas colectividades, tradicionalmente conservadoras y anticomunistas, que ven en Trump una suerte de “Ronald Reagan” capaz de botar el “muro socialista” latinoamericano y, con la Europa Oriental de 1989 como paralelismo, provocar la caída, una tras otra, de los gobiernos socialistas de Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Por otra parte, por medio del rechazo al gobierno y modelo político de Venezuela, Trump puede enarbolar las banderas del anti-socialismo y el anticomunismo, como lo hiciera la derecha chilena con el “Chilezuela”, para atacar las ascendentes fuerzas progresistas dentro del Partido Demócrata, que se encuentra en medio de su proceso de selección del candidato que enfrentará al actual mandatario.

Ya durante la reciente elección parlamentaria estadounidense de 2018, el mandatario calumnió a la oposición demócrata asegurando que ésta buscaba imponer un modelo socialista como el que ha sido impulsado en Venezuela y transformar a EE.UU en “USAzuela”. Aquel guion, que deja a Piñera como un visionario en la derecha, Trump, ya ha dado señales claras de querer repetir para esta campaña durante su último  discurso del Estado de la Unión.

Al parecer, esto último es el único gran beneficio que se podrá obtener desde Washington con Venezuela. Bajo la coyuntura internacional actual, las posiciones de fuerzas se encuentran en un perfecto empate en donde ninguna de las dos puede realmente doblegar a la otra, y este empate queda encarnado en la actual situación de estancamiento, que mantendrá, principalmente por razones geopolíticas, al presidente Maduro, y su aparato político, en el poder.

Habrá que ver si es que la línea roja del 23 de febrero (fecha que supuestamente se hará entrega de la ayuda humanitaria, con el apoyo de las FF.AA ,a la población) determinada por el autodesignado presidente paralelo, Juan Guaidó, no vaya a ser como la “línea roja” que marcó Obama en Siria, y que en vez de establecer un punto de inflexión en este choque de fuerzas, terminé alargando y profundizando aún más los enfrentamientos, convirtiendo a Venezuela, al igual que Palestina, Siria y Libia, en otro país con un conflicto interno interminable.


*Imagen de cabecera propiedad de El Desconcierto.

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